El calendario de reformas que ha trazado el Gobierno,  cuyas consecuencias a corto plazo son una quimera, nos trajo esta semana al Congreso la única que, curiosamente, ha unido a populares y socialistas: el real decreto-ley de saneamiento del sistema financiero.

El mismo espíritu de colaboración que se había vivido 24 horas antes en la reunión de guante blanco entre Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba recorrió el jueves fugazmente el pleno del Congreso. Un espíritu de unidad y consenso que los nacionalistas añoramos en otros asuntos, no sólo en aquellos que atañen a los intereses de la banca. Si solamente son capaces de ponerse de acuerdo en las medidas relacionadas con el sector financiero, flaco favor realizan a un país que espera otra cosa de quienes se alternan en el poder en el Gobierno del Estado.

La reforma ratificada por el Congreso plantea una estrategia continuista respecto a las medidas que abordó el Ejecutivo anterior, relacionadas con algo que se nos antoja urgente y vital en la actual situación de nuestra economía: la necesidad de superar el atasco en el crédito, para que nuestras entidades financieras sean capaces de cumplir su función, trasladar el ahorro al crédito y financiar con ello operaciones viables, solventes. Operaciones que necesita la economía real para abandonar el actual círculo vicioso.

Son objetivos no sólo compartidos, sino urgentísimos, y nos parece que esta reforma es un paso en la dirección adecuada, un paso que marca algunas novedades que nos parecen positivas, como la limitación en los salarios de los directivos de entidades de crédito rescatadas con fondos públicos.

La reforma introduce, por otro lado, cálculos realistas sobre las necesidades de provisión del sector financiero, sobre todo el relacionado con la actividad inmobiliaria, que tiene que digerir todos los excesos de años pasados. Y la presencia de los fondos públicos, a través de la recapitalización del FROB, nos parece una medida adecuada, comedida, que despeja el peligro de un rescate a costa de los contribuyentes, algo que ahora mismo nos parecería inaceptable.

Esta es la tercera reforma financiera en tres años y desde entonces hasta ahora las cosas no se puede decir que hayan mejorado; quizá lo han hecho por el nuevo y más razonable dimensionamiento del sector financiero español, pero no por lo que en definitiva nos interesa a todos, la apertura del crédito a empresas, emprendedores y particulares.

Esta reforma es necesaria si consigue el objetivo de que fluya el crédito y que los autónomos, emprendedores y las pequeñas y medianas empresas puedan acceder a los recursos económicos que le permitan sostener e, incluso, incrementar su actividad. Sin embargo, no podemos obviar un dato que refleja con toda crudeza que las dos reformas anteriores del sistema financiero no han contribuido a ello. Un dato: en enero, la banca española captó 130.000 millones de euros del Banco Central Europeo (34% del total) pero, sin embargo,  el crédito a las familias y empresas se redujo. Un dato que adelantó ese día el ex ministro Jordi Sevilla.

Este escenario obliga al Gobierno a aplicar, a corto plazo, políticas más realistas, cercanas y eficaces dirigidas a quienes están dispuestos a mantener y avanzar en la dinamización de una economía que precisa, ahora más que nunca, una inyección de oxígeno que genere confianza en los mercados. La vía más inmediata que debe habilitar el Gobierno es el impulso de los créditos directos del Instituto de Crédito Oficial (ICO) en colaboración con Sociedades de Garantía Recíproca (SGR) dirigidos a pymes y emprendedores.

La próxima reforma que hará su entrada en el Congreso será la del mercado laboral. Y, en ese caso, el debate no tendrá nada que ver con el fugaz espíritu de unidad que vivimos esta semana.

 

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