Durante las últimas semanas se ha acentuado la mala opinión sobre la clase política en su conjunto. Y ya no solo por las, a veces machaconas, campañas electorales. Las recientes movilizaciones ciudadanas también han contribuido a ello.

Porque no han sido tanto «antisistema» como antipartidos; porque le piden más al sistema y no confían en los partidos. Todo un bucle laberíntico.

Las formaciones políticas tienen, tenemos, mucho que mejorar. Si algo caracteriza a la mayoría de sus miembros es su afán de cambio social (municipal, insular, autonómico, estatal o europeo). Pero es cierto que han descuidado su propia evolución, su propio cambio, su apertura. Y ahora los partidos son empujados a mejorar sus formas de participación y de toma de decisiones. Todo tipo de encuestas así lo señalan. Y hasta la última del CIS lo considera el tercer problema de España, después del paro y la crisis económica. Un tercero en el pódium que agrava a los otros dos. La greña de los partidos es hoy más problema que solución de la crisis.

Más tarde o más temprano tendrán que reaccionar. Pero tendrán/tendremos que hacerlo desde la defensa de la y de los propios partidos como los legítimos canalizadores de la participación del pueblo soberano en las instituciones. (Por lo menos hasta que la ciencia política internacional no invente algo mejor: algo «menos malo» que la partitocracia, que sigue siendo el menos malo de los ejercicios de la democracia; a su vez el menos malo de los sistemas políticos. No olvidar que en la buena política, como en la vida, rara vez se puede alcanzar lo óptimo, pero siempre se huye de lo pésimo y aun de lo mediocre).

Otras experiencias históricas de descalificación pertinaz de los partidos han desembocado en regímenes autoritarios o totalitarios, casi siempre con guerras civiles o conflictos armados de por medio.

Aun con sus defectos, los partidos españoles están homologados a los que gobiernan desde hace más de un siglo en las democracias más avanzadas del mundo. Pero es cierto que, en España, han desarrollado una especie de «cainismo» que los desprestigia día a día; por la aplicación del absurdo principio de «la mejor defensa es siempre un ataque»: Una guerrilla continua que distrae fuerzas en momentos tan críticos como los actuales. Una partitocracia devenida en cainíta que enturbia la vida del país.

Más de una vez se han señalado las diferencias entre los principales partidos norteamericanos, británicos y españoles ante hechos tan dramáticos como los soportados en los tres macroantentados de Al Qaeda en los tres países. Los anglosajones se unieron como piñas. En España, PSOE y PP abrieron unas hostilidades que todavía bloquean acuerdos esenciales para que este país salga adelante.
Desde Coalición Canaria les hemos hecho reiteradas demandas a los grandes pactos; pero como quien oye llover.

Y no solo eso. En esa pugna fratricida que tanto nos viene costando, el PP no pudo soportar que CC diera su respaldo a medidas imprescindibles para la estabilidad social, económica de España, que de no tomarse nos hubieran arrojado a la debacle portuguesa, al caos ibérico. Como nos han enseñado los últimos acontecimientos. Medidas que perfectamente habría propuesto el PP si estuviera en el banco azul del Congreso.

Hubieran preferido que fuéramos un apéndice popular (como lo fue en su día UPN). Y aplican un principio que en política es siempre empobrecedor: «Si no estás conmigo, estás contra mí». Y así es difícil que la consideración ciudadana mejore. Sobre todo si después de tan grandes descalificaciones mutuas aprecia que el diálogo entre partidos solo llega a buen puerto si se producen intercambios de cuotas de poder.

Todo lo contrario a los primeros años de la Transición. Fuimos un referente mundial de la buena práctica política. Si no se corrige, ahora podemos volver a serlo también. A la inversa.

 

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