Decía el crítico de arte John Berger que “toda protesta política profunda es un llamamiento a una justicia ausente, y va acompañada de la esperanza de que en el futuro se terminará restableciendo esa justicia”. Esa esperanza es prácticamente lo único que nos queda a quienes llevamos padeciendo la ausencia de diálogo por parte de aquellos que han desprovisto de vida a las Cortes Generales, apoyándose siempre en una mayoría absoluta incuestionable, pero actualmente irreal.
Muchos sentimos la impotencia que produce que el Gobierno no escuche a sus propios ciudadanos, y mucho menos al resto de los representantes políticos, y la incómoda sensación de que no existe ninguna vía a nuestro alcance para enfrentarnos a los abusos del poder, excepto la perspectiva de esperanza que nos concede la cercanía de las próximas elecciones.
En esta interminable legislatura, los diputados y senadores de la oposición, al igual que la inmensa mayoría de los ciudadanos, protestamos porque no hacerlo sería una insensatez y una irresponsabilidad, pero el Gobierno del Estado huye reiteradamente del diálogo no dando la cara o esquivando el debate con excusas vacías con las que tratan de justificarse a sí mismos.
Los proyectos de ley pasan por las Cortes Generales a una velocidad inaudita, sin un debate constructivo de ideas, y sin que el Partido Popular acepte siquiera escuchar o entender que existen propuestas alternativas para corregir sus errores o para enriquecer sus objetivos. Y esa máxima, la certeza de que cualquier propuesta que se plantee va a ser aplastada por la mayoría del PP, es la que más desasosiego genera entre quienes no desistimos de cumplir con nuestras obligaciones políticas pese al irritante comportamiento de quienes siguen creyendo que los ciudadanos le entregaron un cheque en blanco en aquel otoño de 2011.
Pese a que todos los estudios coinciden en que los ciudadanos castigan con su indiferencia aquellas estructuras políticas poco sensibles a sus intereses, nos adentramos en el último año de legislatura, tras un 20 de noviembre aciago en el que ni los propios populares osaron celebrar el tercer aniversario de su mayoría absoluta, con la plena convicción de que todo seguirá siendo igual, que seguiremos siendo testigos del insoportable vacío político que existe en las Cámaras.
Más del 95 por ciento de las iniciativas que hemos planteado quienes no formamos parte del grupo popular han sido rechazadas con rotundidad, incluso en aquellos casos en los que proponíamos en los mismos términos aquellas políticas que el Partido Popular defendía cuando ocupaba los escaños de la oposición. Lo han hecho sin miramientos, sin ningún pudor y sin sentir el más mínimo arrepentimiento por oponerse a lo que ellos mismos defendían con vehemencia antes de su llegada a la Moncloa.
Entre quienes dieron la espalda a los ciudadanos desde el mismo momento en el que recibieron las llaves del Palacio de la Moncloa y quienes hoy se presentan como la única opción para poner fin a la crisis política más dramática que hemos vivido en nuestro país, estamos aquellos que siempre hemos apostado por el diálogo, que hemos demostrado tener una mayor visión y compromiso de Estado que aquellos que se autodenominan patriotas, y que siempre hemos debatido con los datos en la mano, con la realidad presente en nuestro discurso, con las debilidades y las fortalezas, y sin rehuir las espinas que siempre afloran cuando se deben adoptar decisiones, unas deseables y otras impopulares.
El Partido Popular demostró más habilidad para llegar al poder que para gobernar. Y tres años después de que hayan quedado en el camino las promesas que dijo que cumpliría, trata ahora de reconciliarse con los ciudadanos con ofertas que, incluso resultan ofensivas, como los 399 euros para los parados de larga duración. Esta forzada estrategia con vistas a las elecciones es, además de una burda escenificación con fines partidistas, una ofensa a quienes el Gobierno ha condenado al ostracismo en nombre del déficit y del pago de la deuda.
Apenas quedan meses para que los ciudadanos acudan a ejercer su derecho al voto, primero en las elecciones municipales y autonómicas, y después en los comicios generales, y la inmensa mayoría lo hará con la plena convicción de que hemos atravesado la etapa más funesta de nuestra democracia.
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