Pese a las notables diferencias ideológicas y el abismo que separa en políticas sociales a democristianos y socialdemócratas, ambos partidos han terminado sellando en Alemania una gran coalición que les permitirá gobernar durante los próximos cuatro años con una hoja de ruta definida en un amplio documento de 185 páginas. Un manual de gobierno en el que se incluyen objetivos concretos, plazos y retos comunes para afrontar una etapa que, en su caso, pese a su solvencia económica, tampoco está exenta de incertidumbre. 

Alemania marca sus propios tiempos económicos y los del resto de sus socios comunitarios, pero sufre también una fuerte crisis social por la precariedad de los minijobs, la ausencia de un salario mínimo (incluido en el documento pactado) y las incógnitas que se plantean con respecto a cuál debe ser su nueva estrategia en materia social. Pese a los frentes abiertos, a las propuestas enconadas entre ambos partidos sobre materias prioritarias y el agrio debate entre las bases de ambas formaciones, sus líderes consiguieron cerrar un acuerdo que les permitirá gobernar con una estrategia definida y con una estabilidad necesaria en una etapa tan convulsa.

Guiados por la máxima que siempre debería imperar en la política, ambos han rubricado un acuerdo que, en nuestro caso, es impensable. Por inmadurez, por cobardía o por ausencia de espíritu de debate, lo cierto es que cualquier intento de acuerdo en nuestro país está condenado al fracaso.

Los gestos que se escenifican cada cierto tiempo no son sinceros, forman parte de un guión prefabricado, carente de una intencionalidad rigurosa y vacío del contenido necesario para forjar un gran acuerdo que vaya más allá de consensos aislados e insignificantes.

Quienes formamos parte de cualquier parlamento, independientemente del color de nuestra fuerza política, tenemos en estos momentos un objetivo y un deber común prioritario: contribuir al crecimiento económico y a la construcción –y no desmantelamiento- de un Estado de Bienestar sólido que sirva de escenario para la realización de los proyectos y ambiciones de todos aquellos que formamos parte de un mismo territorio.

Es inaudito que ni siquiera en el peor momento de nuestra economía, cuya constante caída ha desvanecido el sueño  de millones de personas y ha abocado a muchas de ellas a vivir en la marginalidad, seamos incapaces de dar un paso al frente, anteponer los intereses de los ciudadanos a las directrices partidistas y plantear un acuerdo común sobre un folio en blanco como, en su momento, se hizo durante la redacción de la Constitución de 1978.

Frente a este escenario deseable de diálogo, tan poco frecuente en España, vivimos una realidad completamente antagónica. En nuestro país, el Gobierno no debate sino que impone decisiones que fabrica en sus Ministerios y ratifica gracias a su intransigente mayoría absoluta en el Congreso y el Senado. No existe ningún margen para la rectificación y la enmienda y las propuestas que planteamos desde aquellos escaños que no formamos parte del Grupo Popular son desechadas sin ni siquiera ser leídas.

El ejercicio de la política es una responsabilidad que nos concierne a todos, pero es obvio que el gran pacto al que me refiero solo es posible si el Gobierno y el Partido Popular están dispuestos a tender puentes y no seguir condenando al resto de las fuerzas políticas a desempeñar un papel secundario por la inexistencia del más mínimo reducto de diálogo por parte de quienes, en dos años, han optado siempre por el mismo camino de la imposición.

Es innegable que el gran acuerdo firmado en Alemania no es la panacea, no es la respuesta exacta a las demandas que plantean los votantes de ambos partidos, pero es un ejemplo a seguir, un modelo cuyo formato deberíamos desarrollar más a menudo en España. Un país en el que, cuando menos, necesitamos cerrar un pacto en el que definamos los retos comunes; que desarrollemos las prioridades con unos plazos definidos y en el que, sobre todo, queden plasmadas las líneas rojas que nunca, ni en el peor de los escenarios, se deben cruzar por el Gobierno de turno.

Es probable que muchos perciban en este análisis personal una suma de obviedades sobre lo que otros muchos han reflexionado previamente. Obviedades que, lamentablemente, nos hemos acostumbrado a leer y escuchar y que, sin embargo, se mantienen alejadas de los foros parlamentarios.

Pese a los infinitos proyectos que nos une a todos los diputados, existe una sola cosa que nos separa: la inmadurez que nos impide despojarnos de nuestros prejuicios y sentarnos en una misma mesa con un solo objetivo. O como señala Ángel Gabilondo, ex ministro de Educación, en un extraordinario artículo sobre la salud social, “el aislamiento, la desvertebración, la arrogancia de la autosuficiencia, la percepción del otro como alguien que ha de ser abatido, asimilado y reducido, el descuido de uno mismo y de los demás, la desconsideración para con el legado recibido son expresión de una salud deficitaria y preludian una inviable sintonía”. Sintonía que solo se corrige recetando a nuestra democracia el diálogo de la que carece.

No camines delante de mí, porque no te seguiré. No me sigas, porque no te llevaré a ningún sitio. Camina a mi lado, y marchemos juntos. (Albert Camus)

 

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