Cada 6 de diciembre, la historia se repite. Cada vez que nos aproximamos a la conmemoración de un nuevo aniversario de la Constitución, se reabre el debate en los medios de comunicación sobre su reforma, los articulistas y los tertulianos se pronuncian sobre su recorrido y sobre los cambios que necesita y nosotros, los nacionalistas canarios, volvemos a reclamar que, 35 años después, se abra un proceso reformista que permita actualizar su contenido y que se plasme en ella el mismo estatus de región ultraperiférica que ampara y protege a Canarias en la Carta Magna europea o el blindaje de nuestro Régimen Económico y Fiscal.

Tres décadas y media después, ni populares ni socialistas han sido capaces de articular un proceso de diálogo que permita acometer una reforma que no admite más demora. Todos los intentos que ha habido hasta ahora se han llevado a cabo sin convicción y todos han terminado descarrilando por la ausencia de interés e implicación de quienes se han alternado en el poder desde entonces.

Lo más curioso de esta extraña parálisis es que todos, o por lo menos la inmensa mayoría de los partidos, coincidimos en que su reforma es necesaria.  Sin embargo, el proceso se encuentra estancado pese a que ya ha transcurrido demasiado tiempo desde que los ciudadanos refrendaron el texto elaborado por los padres de la Constitución y sus artículos han quedado desfasados ante una realidad social, política y económica que, en poco, se asemeja a la que vivíamos en el periodo de la transición democrática.

Pese a que su reforma forma parte de las promesas que los dos principales partidos enarbolan en cada campaña electoral, el miedo que existe a abrir un proceso de diálogo sobre la modificación de la Constitución impide que ninguno de los dos dé el primer paso al frente.

Cualquier intento de abordar una reforma que, posteriormente, sea ratificada o rechazada por los ciudadanos en un referéndum, sigue atemorizando a socialistas y populares. Y es inaudito que ni siquiera en el peor momento de nuestra economía, cuya caída ha desvanecido el sueño  de millones de personas y ha abocado a muchas de ellas a vivir en la marginalidad, seamos capaces de  acometer un proceso de reforma constitucional sin más excusas.

Más de la mitad de las personas que hoy son mayores de 18 años no tuvieron la oportunidad de depositar su voto en la urna en el referéndum de 1978. Y las preguntas que permanecen sin respuesta son las mismas: ¿hasta cuándo? ¿qué tiene que suceder para que no se dilate más su reforma o se acometa un proceso de diálogo que permita un pacto de Estado? ¿No es suficiente excusa que haya más de seis millones de personas sin empleo?

Estos son solo algunos trazos de los episodios que cada año se repiten en torno a una misma historia. Y, lamentablemente, nos hemos acostumbrado a aceptar la misma respuesta: el silencio y la huida hacia adelante por parte de aquellos que tienen en su mano la posibilidad de abrir este proceso.

Nosotros ya hemos puesto sobre la mesa en incontables ocasiones nuestras propuestas. Lo hemos hecho nosotros y la inmensa mayoría de los partidos que hoy tienen representación en las Cortes Generales. Como también lo han hecho muchas organizaciones y asociaciones que han expresado su interés en participar en un proceso apasionante que nos debería servir para redefinir la arquitectura de un Estado cuya esencia no es la misma que hace tres décadas y media. E, incluso, para rescatar el espíritu de diálogo y la propia naturaleza de un sistema político seriamente cuestionado por los ciudadanos.

Octavio Paz decía que “la realidad es mucho más rica y cambiante que los sistemas conceptuales que pretenden contenerla”. Y la realidad del Estado que compartimos ha cambiado mucho desde 1978, existe una estructura económica diferente, las aspiraciones han variado desde entonces y, sobre todo, contamos con nuevos actores, millones de jóvenes dispuestos a participar en un proceso que muchos de nosotros vivimos cuando ellos ni siquiera habían nacido.

 

 

 

 

 

 

 

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