Artículo publicado en El Huffington Post
Hubo un día en el que millones de ciudadanos acudieron a las urnas con la convicción de que su voto serviría para poner freno a la sangría provocada por una recesión inesperada y mucho más virulenta de lo que anticipaban los analistas y aquellos que nos hicieron ver que este país había alcanzado su Edad de Oro gracias a un crecimiento sustentado en una burbuja que creíamos infinita.
Hubo un día en el que millones de ciudadanos se acercaron a su colegio electoral con la ilusión de que los nuevos gobernantes nos devolverían la confianza y la esperanza tras ser testigos del tsunami de la crisis financiera mundial y la sucesión de una cadena de errores de cálculo políticos y económicos domésticos.
Han pasado trece meses desde aquel día que hoy percibimos tan lejano. La ilusión se ha tornado en tristeza e incredulidad en un país que ha ido empeorando con casi medio millón de personas más sin empleo y, lo que es peor, con el desasosiego que provoca la mentira.
Las promesas en las que aquellos se apoyaron para alcanzar una mayoría absoluta incontestable han ido descarrilando, una tras otra, sin que los nuevos gobernantes hayan pedido perdón por haber faltado a su palabra de una manera tan flagrante. Se han limitado a recurrir a la herencia inesperada, como si ellos no hubiesen contribuido a engordar el déficit en las Comunidades en las que gobiernan, pero ninguno ha bajado del pedestal para disculparse por hacer todo lo contrario de lo que prometieron.
El presidente, tras su toma de posesión, optó por refugiarse en el Palacio de la Moncloa y dar explicaciones a puerta cerrada en la sede de Génova o en mítines reservados para militantes y simpatizantes del Partido Popular. Un presidente que, en lugar de conocer de cerca la realidad de las Comunidades Autónomas, optó por viajar lejos de ellas. Eligió adentrarse en el corazón de Europa para rendir cuenta ante los líderes europeos que le marcan su agenda económica.
Alérgico a los debates parlamentarios y amante de las ruedas de prensa sin preguntas, el presidente ha cumplido su primer año en La Moncloa. Un año en el que ha preferido pisar las moquetas de las instituciones comunitarias antes que las calles en las que habitan quienes hace solo un año acudieron a los colegios electorales con el convencimiento de que aquel día sería el principio del fin.
Los bancos azules reservados para el presidente del Gobierno y sus ministros se han convertido en una jaula de grillos en la que algunos son víctimas de su incontinencia verbal y otros pecan de forzar reformas precipitadas para disfrazar una realidad que se ha vuelto en su contra.
La desafección ciudadana escala en cada barómetro del CIS. Ni una brizna de aquella esperanza y confianza del 20 de noviembre. Muchos jóvenes hacen las maletas y quienes nos quedamos aquí tenemos la sensación de estar condenados a vivir con la certeza de que el futuro será más negro que el presente.
Y mientras tratamos de buscar respuestas, hemos aprendido a vivir con un presidente que, en algún momento de este corto año, se olvidó de su propio país.
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