Quizá planeando sobre la alegría y la euforia que se desate este domingo en el país (¡ojalá!),  abordaremos esta semana en el Congreso el Debate sobre el Estado de la  Nación más delicado de toda la etapa democrática.

Se han pasado momentos políticos más difíciles, pero no periodos económicos más graves. Es la crisis más complicada de los últimos sesenta años. Y nuestra atención primordial debe centrarse  no tanto en disputarse a cara de perro el poder sino en buscar lo que nos falta, afinar lo que es mejorable, encontrar espacios de encuentro que unan al país  en estas horas tan decisivas. Porque de lo que hagamos o dejemos de hacer depende el sufrimiento de mucha gente que, encubierto y enmascarado su rostro humano en las frías estadísticas, no siempre aflora  a los que pasan  este trance desde la seguridad de una renta o unos salarios fijos y suficientes.

 Es en momentos como éste cuando se pone a prueba la capacidad de un país para   -como dice el rito- unirse verdaderamente en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso. Y la fuerza real para mantener ese espíritu solidario siempre: en los triunfos y en los fracasos, con los campeones del mundo y también con los parados de larga duración. Eso es en el fondo lo que caracteriza a un país y no tanto el perímetro de sus fronteras o la celebración entusiasta de sus triunfos.

Si no somos capaces de desprendernos de nuestro propio interés y de repartir bien las cargas y beneficios es entonces cuando se puede empezar a hablar de Estados fallidos: países que no son capaces de mantener la cohesión necesaria.

Por contra, el verdadero patriotismo, la pequeña o gran generosidad heroica puesta al servicio de todos los compatriotas, se manifiesta  cada día en nuestra actitud para arrimar el hombro con y para los nuestros, los más próximos, sí, pero también al procomún. A esa empresa colectiva de la que nadie es responsable del todo  y todos somos responsables de un poco. Aunque sea el Gobierno el primero y más llamado a tener que dar cuentas por lo poco que hizo o lo mucho que dejó por hacer.

Nosotros, desde Coalición Canaria, vamos a recordarle unas cosas y a demandarle otras. Estamos en Canarias en el extremo más débil de la cuerda. Somos una patria dentro de otra y debemos esgrimir unidad y firmeza internas para reclamar y conseguir la complicidad de España y de Europa. Ahora más que nunca. No podemos salir de este agujero solos; pero nadie nos va a ayudar si no nos ayudamos primero nosotros mismos, dejando de lado las pequeñas guerritas políticas para concentrarnos en lo importante: los cambios necesarios  en el ámbito estatal y las reformas pendientes sobre Canarias, que en los asuntos importantes se sustancian también en el Congreso y en el Senado.

Coalición Canaria va a seguir en su actitud de tender puentes hacia acuerdos viables, aunque eso le cueste  la constante crítica de los que apuestan por la confrontación permanente. No va a hacer seguidismos irreflexivos ni a tragarse ruedas de molino; pero es plenamente consciente de que cuando todo el mundo habla de esfuerzo y sacrificios, no podemos convertir eso luego en pura retórica.

A diferencia de otros momentos críticos, vamos salir de ésta más pobres. Hay que decirlo y asumirlo; para que todos aprendamos a valorar más y mejor cada euro propio y cada euro público. Entender esto en toda su dimensión y complejidad no es fácil, después de un largo periodo de bonanza en el que surgía una subvención para  casi cada necesidad, una ayuda para la mayoría de los proyectos, o una asistencia pública para cada servicio esencial. El mantenimiento del Estado del Bienestar nos exije recortes duros y difíciles para que todo el entramado no se venga abajo.

El Gobierno debe poner ya, de una vez, todas las cartas sobre la mesa y terminar con esa secuencia de continuos parches e improvisaciones. Los agentes sociales deben entender que las peleas para que nada cambie son el camino más seguro hacia cambios bruscos,  rápidos e inevitables. Y todos debemos ser conscientes  de que, sin el esfuerzo de cada uno (especialmente sin la fuerza ahora inactiva de cuatro millones deparados) no hay futuro, por mucho que algunos pinten soluciones mágicas o idílicas.

Los triunfos de España (¡ojalá!) estimularán la necesaria moral colectiva, la autoestima nacional, ese resorte de necesario para creer en nuestras posibilidades en todos los campos, todos los días, a veces en competencia con nosotros mismos, con ese tendencia humana al mínimo esfuerzo de la que nunca está hecha la madera de los campeones. Vamos a seguir jugando la gran liga de la Historia con lo mismos mimbres, buen hacer y tesón que nos han llevado a tantas cumbres del deporte mundial.

 

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